RELATO "EL OLVIDO QUE ACECHA"
Esa mañana, el café le supo extraño. ¿algo amargo? quizás, los pimientos fritos de la cena son muy indigestos. El de la tarde sí estaba como siempre, dulce y bueno. El del día siguiente volvió con esa amargura y lo achacó de nuevo a esa cena pesada que no debía probar. Más de una semana se repitió la escena que alternaban lo amargo con lo dulce vespertino. Llegó a pensar que no le caía bien desayunar y prefirió cambiarlo por una infusión, pero el resultado era el mismo: "malditos pimientos", pero es un sacrificio enorme no cenarlos...
El almuerzo siempre estaba helado. Era invierno y una sopa fría no la ayudaba a entrar en calor. No se la tomó. Se contentó con un bocadillo de algo que guardara en la despensa. El microondas la miraba para que entrara en él, pero ella no se dio por aludida.
No perdonaba su paseo antes del mediodía, era su costumbre desde su jubilación y caminaba por el laberinto callejero hasta llegar al mismo punto y vuelta a casa. Ahora, las calles le bailaban sin alegrías, andaba con ellas y la tristeza, no las reconocía y, sólo preguntando a los transeuntes, conseguía su objetivo. Cansada de esa odisea, prefirió no vivir más aventuras vertiginosas y optó por la lectura desde su sofá. Nuevamente, el camino se le hacía eterno, nunca avanzaba, siempre en el mismo punto después de leer las mismas cinco páginas. Cada renglón era nuevo para ella después de más de un mes. Finalmente, decidió no salir de esas frases repetidas, ya se había habituado a ellas y le resultaban familiares. En la televisión, pudo ver hasta que no reconoció su canal favorito. ¡Este mando debe estar averiado!.
Siempre fue coqueta, sus looks eran muy cuidados y brillantes. Ahora, más opacos, la bata de estar por casa era su conjunto favorito; no la obligaba a pensar, tampoco podía.
Su casa la llenó con fotos de aquellos tan queridos y ahora tan invisibles. Poco a poco, fue olvidando de quién era quién. Se limitaba a llamarlos los suyos. Sabía que eran muchos, pero pocos. Algunos domingos, que no hiciera calor o viento o lluvia o frío o les surgiera algún imprevisto que les sorprendía sin esperarlo, iban a su casa. Ella los seguía llamando "sus seres queridos", en realidad, no era capaz de distinguir a los hijos, nietos u otros parentescos, pero daba igual, estaban allí. Al poco, marchaban a sus quehaceres con un beso y un hasta el domingo sin precisar qué día era ese. Ella los esperaba cada mañana por si amanecía dominical.
Los desayunos volvieron con la amargura que resulta de 'endulzarlos' con la primera especia que encontrara. Los de la tarde abandonaron su dulzura con el tiempo y los cafés dejaron su lugar a un apetitoso vaso de agua que aprendió a saborearlo y le resultaba sencillo de preparar. No entendió nunca el porqué el café la abandonó y siguió pensando en 'esos malditos pimientos' de la noche anterior, sólo que hacía muchos años que dejó de cenarlos y comprarlos...
Una tarde, su mirada perdida se fijó en el color de las paredes de su casa, no supo cuál era, pero tembló al pensar que, quizás, sus seres queridos se las pintaran de blanco en una habitáculo compartido, sin derecho a cocina y, con suerte, en un patio en el que sus recuerdos olvidados se quedaran enterrados eternamente.
Cuando llegó ese día de su último viaje, los domingos también desaparecieron de los almanaques y de su memoria. Esos seres queridos de antaño se redujeron. Total, se decían, ella no nos recuerda...
Muy triste, pero real. ¡Ese terrible Alzheimer!
ResponderEliminar( Nicasia)
Que dura enfermedad, que no es olvidar, sino el en muchas ocasiones ser tristemente olvidado.
ResponderEliminarLa muerte más indigna, no tenerte a ti para morir.
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