CUENTO: "VUELTA AL COLE... Y A LOS COMEDORES SALVAVIDAS"


En casa de Carlos, la miseria era una más de la familia, la cabeza visible. Ella preside la mesa de ese comedor donde, ahora, el mantel es lo más vistoso, poco puede cubrirlo la escasez. Los platos sirven sólo como posavasos a unas tazas a medio llenar de leche para todos.

Carlos es el mayor y conoció otros tiempos, sus padres tenían trabajo digno y un salario suficiente para dejar las calamidades fuera y gozar de una calma sin pellizco ni de hambre ni de recibos apretados en el buzón de su portal. En cambio, sus dos hermanos no tuvieron un recibimiento de abrazos y alegrías. Llegaron a la vez, y las penurias se duplicaron cuando llamaron a la puerta. 

Un día, al final de la jornada, la empresa repartió sendos sobres amarillos en las manos de sus padres, tan inocentes, que sonrieron humildes creyéndolo un regalo para su recién convertida familia en numerosa. Él lo abrió primero al salir del despacho, dudaba entre un cheque bancario o uno de regalo que contuviera una cantidad decente y completar esa canastilla que sí tuvo el primogénito...

Esa ilusión compartida de la pareja murió en minutos. Con palabras medianas y mucha letra pequeña, descifraron que su contrato estaba tan vencido como ellos. 

Y todo cambió, los buenos tiempos del hijo único se disolvieron en esa taza de leche compartida ahora.

Carlos empezaba la primaria en su cole de siempre. Salió de la etapa infantil dorada; sus casi seis años lo esperaban en otro lugar con más libros y menos juguetes. El primer día, la infantería de a pie esperaba en el patio la llegada de su nueva seño. En sus mochilas, lápices, alguna libreta y lo más importante: un bocadillo y una pieza de fruta fresca. 

Carlos saludó apresurado a su pandi y, con alguna excusa, se escondió tras la columna que lo invisibilizaba. Ya se percató de que su mochila era la más liviana y su estómago lo avisaría pronto de ese vacío. Reapareció al cabo de unos minutos, el peso en las espaldas ya estaba igualado. Hasta el día siguiente, podía respirar sin esconderse. El almuerzo sí los reunió, el colegio asumía esa comida principal que lo mantenía.

Las llegadas a casa eran extrañas; en cada una de ellas, los huecos eran más frecuentes. Se fueron adornos, juguetes y también la televisión. Esa desnudez la cubría con imaginación y aprendió que era necesario crear pasatiempos con los que entretener a sus hermanos. Asumió ese rol sin traumas, le gustaba.

Pasados los primeros días de recreo, su pandilla se extrañaba de las huidas de Carlos y, sin ser vista, Cristina se adelantó a ese espacio en el que su amigo se refugiaba, Vio sus manos vacías y su hambre llena de la escasez familiar.

Al día siguiente, tras la columna, sobre un banquito azul, una fiambrera tenía su nombre con letras desiguales propias de aprendices. Bajo el destape, encontró algo parecido a una macedonia de amor. Todos la habían rellenado con la mitad de ración de fruta para Carlos. Con lágrimas y mucho apetito, comenzó a comer, pero ya no a escondidas ni en soledad. Desde ese día, la famosa columna fue el lugar de quedada para desayunar. Carlos se sintió arropado por sus amigos y las familias de estos que aumentaban la ración de sus hijos cada mañana para ese amigo que nunca pidió ni le hizo falta hacerlo. 

POR UNOS COMEDORES DIGNOS PARA NUESTROS HIJOS: COMIDA SANA Y FRESCA. DEJEN LOS PROCESADOS AFUERA. SON NIÑOS Y MERECEN ALIMENTARSE CON LA CALIDAD DE LA SENCILLEZ Y EL AMOR CON EL QUE SE PREPARE.

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