"AQUELLA PARADA EN UNA CASA DE LUCECITAS..."


Aquel 25 de diciembre de hace muchos, muchos inviernos, volvíamos a casa después de haber pasado las fiestas en tierras gaditanas con las familias. Mi hija tendría escasamente los ocho años y toda la ilusión intacta de los reyes de oriente; no eran camellos sino el maletero el que contenía aquellos sueños infantiles que aguardaban al seis de enero para encontrarse con ella. Todo iba bien hasta que, a la altura de Arcos de la Frontera, un cruel infarto hizo mella en nuestro coche; su corazón quedó parado y nosotros también. Eligió un sitio aparentemente normal: la entrada de una finca en esa carretera y lo hizo antes de caer la noche que ya avisaba con su presencia. La grúa prometió salvarnos en breve, pero, no lo hizo. Fueron varias horas las transcurridas hasta su llegada. Mientras tanto, la noche y su oscuridad sí llegaron temprano y, con ellas, la vida a esa casa que presidía aquella finca en la que también albergaba una pequeña plaza de toros..., De pronto, la oscuridad se perdió y, a cambio, una luminosidad extraña, llamativa y sorprendente ocupó su espacio. Luces de colores, de todos los colores, alumbraban a las entradas de coches de alta gama ocupados por el secreto de quién los conducía. No cesaba ese tránsito desde el encendido de esa portada que daba comienzo a una muy particular feria privada en esa caseta tan concurrida.

Fueron muchas las horas que permanecimos en el umbral feriante; nosotros éramos los extraños, no ellos que sí sabían a dónde y para qué estaban allí. Poco a poco, nos dimos cuenta de dónde estábamos y de lo surrealista de la situación. Cuando la noche y el frío se hacían más fuertes contra nosotros tres, ocurrió lo más llamativo y sorprendente: trabajadoras de la casa lucero, conscientes del frío en aumento que nos envolvía y de no podernos invitar a pasar al interior, se preocuparon por hacernos la espera más acogedora y nos sirvieron bebidas calientes y algunos dulces que nos aliviara la amarga espera.

Tuve la ocasión de hablar con alguna de ellas en varios momentos en los que se nos acercaron y aún no habían sido requeridas en su trabajo. No les cuestioné el porqué de su vida laboral evidentemente; yo nunca estuve en sus zapatos para andar junto a ellas en ese camino elegido u obligado. Nunca lo supe. Pero sí aprendí que nadie es quién para juzgar la decisión y los motivos que te encaminan hacia esa durísima profesión en la que unos se embriagan de placer a costa de cuerpos ajenos y anónimos cuyas necesidades vitales también han de ser satisfechas, aun  sin goces ni apetitos.

Llegó la grúa, y sobre ella, nuestro coche se convirtió en una improvisada carroza que transportaba regalos y sueños para esa pronta venida de los magos. Esa tarde noche quedó grabada en mi memoria hasta hoy. Ojalá, algún día,  el oficio más antiguo del mundo se transforme en voluntades libres para todas las partes, donde la necesidad no obligue a someterse a nadie que demande su satisfacción utilizando un cuerpo en el que verter sus miserias. El sexo es y debe ser una fuente de placer para todos los que lo practican desde la libertad y voluntad de ejercerlo y el éxito o no, dependerá de la mutua reciprocidad que se busque en su práctica. 

Aprendí que detrás de esos cuerpos de mujer usados y maltratados existe un ser humano cuya imperiosa necesidad las obliga a ese sometimiento por hombres que sólo pretenden el uso y disfrute como un juguete para aliviar sus caprichos irracionales de macho ancestral que no mira más allá de ese triste disfrute propio de un animal salvaje. No juzguemos a la mujer por ejercerlo sino al hombre que demanda sus servicios sin ningún remordimiento de sus actos.

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