"CUENTOS DE VERANO: LAENCANNA Y ELANDRÉ SE VAN A JEREZ"


De vuelta a pisar su casa, Encarna dedicó sus primeros minutos en ella a abrazarse con cada uno de sus muebles, acarició su sofá, sus cortinas lo hacían por su rostro y su cama con su cuerpo. Cada uno en su lugar y ellos también; terminó su ritual de agradecimiento, por aquella vuelta dudosa, besando su suelo con rodillas en tierra. Su operación retorno estaba terminando, sólo abrir maletas y reponer armarios y cómodas. Los dos se dedicaron a esta tarea. Iban con la última cuando observaron que no la usaron durante su odisea tinerfeña; se miraron y pensaron a la vez: ¿y si damos otra vueltecita aprovechando el equipaje dispuesto que le animaba? No, no tenían coche, nunca aprendieron a conducir, sus pies les bastaron para viajar por el barrio, las plazas y el centro. Se encaminaron hacia la estación de autobuses y eligieron entre los destinos posibles que se mostraban dispuestos a llevarlos. Y fue Jerez. Poco más de una hora cambiaría su rutina y sin miedos ni pastillas blancas. Todo perfecto. No contaban con las muchas curvas y vueltas en el camino y, ese opíparo desayuno en Casa Manolo bajo su casa antes de partir, fue quedándose también por el camino de su inesperada excursión. De sus rostros desaparecieron colores tostados de las islas, y aparecieron blancos tirando a trasparentes. Llegaron con mal cuerpo; las calles y plazas estaban ligeramente borrosas aún. Se sentaron, respiraron y, al cabo de unos minutos o más, se vieron capaces de emprender rutas jerezanas sin ninguna dirección previamente pensada, no tenía sentido hacerlo, no conocían ninguna...

Una pensión o casa de huéspedes u hostal se topó con ellos, sus puertas tan abiertas les decidieron a entrar. Una habitación sencilla pero, coquetona le dijo que se quedaran y lo hicieron. De vuelta al asfalto y a algunos adoquines, miraban en silencio todo el panorama. Les apetecía observar, ver qué hacen los lugareños un día cualquiera. A ellos también los miraban los forasteros que visitaban su ciudad. Este día, Encarna y Andrés estaban al otro lado del espejo y lo disfrutaban.

Sus billeteras no abultaban mucho, pero aún les quedaba lo suficiente para algún caprichito modesto. No les faltaron algunos llaveritos e imanes de recuerdo para regalar y una comida en un bar sencillo. No eran de vinos, pero ese día y en esa ciudad había que catarlos y vaya que lo hicieron. Salieron contentos, quizás demasiado y deseando la horizontalidad de su cama porque la verticalidad no los sostenía. Sus miradas se habían multiplicado y todo lo veían doble. A duros penas, lo consiguieron. Se tumbaron en el lecho que también se había duplicado e hicieron dos veces el amor.

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